Una amiga me ha pedido ayuda para reformar un piso que acaba de comprar en Madrid. «No es muy grande, – me dice-, pero tiene unos salones bonitos con mucha luz, y sobre todo unas lámparas de cristal preciosas». «¿Pero no se han llevado las lámparas los vendedores?» le pregunto.» ¡Ah, no! Si lo que más me gustó del piso fueron las lámparas, fue la condición para comprarlo». No le pregunto más pero pienso que si lo que quería eran las lámparas podría haber ido a La Granja de San Ildefonso, o ya puestos a Murano o a Bohemia, en vez de a una inmobiliaria. Y yo le habría acompañado encantada a cualquiera de esos lugares a buscar arañas, en vez de recorrernos Porcelanosa en busca de inodoros, que ya veo que me va a tocar.
Por fin quedamos para verlo. Es el último piso de una casa construida a finales del siglo XIX, cuando el Marqués de Salamanca se propone crear nuevos espacios para una burguesía floreciente, urbanizando una zona de la ciudad un tanto alejada del centro. Copia los modelos del barón Haussmann, impulsor del París moderno : calles principales anchas, trazado en cuadrículas, casas de altura uniforme (cuatro o cinco pisos máximo), alcantarillado, árboles, etc. Los pisos más relevantes son los más bajos (por eso se les llama principal) y los menos importantes los últimos; esto se refleja en la decoración de la fachada y en el tamaño de las ventanas. Aunque hoy en día se prefieran los pisos más altos (más luz y menos ruido)
El portero (¿ecuatoriano?) nos mira displicente, saluda a mi amiga con un ligero movimiento de cabeza y se queda sentado. «No es muy simpático», le digo. Se ríe y mientras abrimos la puerta del ascensor de jaula me dice bajito que poca gente es más estirada que los porteros de fincas antiguas en Madrid.
El ascensor se para en la última planta del edificio. La puerta, pintada en un verde carruaje y un poco desconchada, cuesta abrirla, la llave parece que no va muy bien. Como tenga que avisar al portero va lista. Pero finalmente lo consigue, y me encuentro en un pasillo ancho y largo, como los de las casas de antes, cuando no había que aprovechar cada metro cuadrado de construcción. Me sorprende la luz que entra desde los salones y me fijo en el bonito suelo de pino melis colocado en espiga, muy habitual en los pisos de esa época.
Cuatro lámparas de cristal, iguales -no son para tanto- iluminan el pasillo, que termina en una librería de madera lacada en blanco. Se han dejado olvidados algunos libros, además con buena pinta, parecen encuadernados en piel. Antes de poderle preguntar, mi amiga me llama desde el salón y señala tres arañas voluminosas. «¿Verdad que son bonitas?»
De los salones pasamos a los dormitorios, interiores y no muy grandes. Seguro que son poco ruidosos. Los cuartos de baño muy antiguos, habrá que reformarlos por completo. Falta algo. No sé qué es. ¡Ah, ya! ¿Donde está la cocina? Mi amiga averigua mis pensamientos y se ríe, mientras empuja la librería que, para mi sorpresa, se abre. ¡Es un trampantojo! Está muy bien hecho, la mitad del paño es librería y la otra mitad es una puerta camuflada, revestida con lomos de libros alusivos a la Historia y Conquista de México. ¡Esto sí que me gusta! Me vienen a la cabeza las imágenes de la casa de Sirius Black, en 12 de Grimmauld Place, Londres… Y ya casi espero ver detrás las carboneras donde viven los elfos domésticos.
Y la verdad es que se parece bastante: un pasillo oscuro y lleno de humedades, con un suelo de terrazo muy feo, conduce a una cocina destartalada, de formica antes blanca. Al fondo una habitación tan pequeña que difícilmente cabe una cama, y un aseo con una ducha casi de juguete. «Los anteriores propietarios son mexicanos»- me cuenta mi amiga- «Tienen un título concedido por algún rey español… La casa la utilizaban en vacaciones, cuando venían a España para visitar a la familia que aún les queda aquí. Se traían con ellos un matrimonio de servicio, supongo que muy bajitos. ¿Te has fijado que en todas las habitaciones hay llamadores? Se ve que jamás atravesaban el trampantojo…» Trato de imaginarme cómo duermen dos personas en esa habitación y llego a la conclusión de que lo debían hacer de pie.
Salimos del piso comentando cómo han cambiado las cosas, al menos en España, y decidimos que vamos a convertir la cocina en la estancia más bonita y acogedora de la casa. Si nos diera permiso la comunidad para hacer un lucernario… ¡Tenemos que intentarlo! Le propongo utilizar baldosa hidráulica para el suelo, un pavimento muy característico de principios del siglo XX, que además va muy bien con la madera de los salones.
Seguimos hablando de materiales de decoración y del aire que queremos darle al piso mientras el ascensor llega abajo; el portero nos mira de nuevo con cara de enfado, como si pensara que mi amiga es la responsable de hacer dormir de pie a los pobres mexicanitos. Si yo le contara que el piso lo ha comprado por las lámparas…
Jajaaa…me has transportado al piso de tu amiga!!! Me encanta q le saques la parte cómica a todo…eso te hace ser divertida y muy entretenida…XXX
No me pierdo tus post, me parto de risa. ¿Sabes si los mexicanos eran familia de los Vázquez? Jaja Estoy contigo en que los porteros de ese tipo de fincas son un poco malajes, si es que los únicos porteros simpáticos son los de las discos cuando una tiene 17 años…¡o cuarentaitantos muy trabajados!
Gracias, Cristina y Gitanita!! ¿Qué bien que os diviertan mis post! Hay que intentar poner una sonrisa en todo, y mientras más se practica, más fácil es.
Muchos besos