Domingo de Resurrección en La Maestranza

El mes de abril está hecho a la medida de Sevilla, que por unos días vuelve a tener los quince años de la niña bonita: se engalana, se perfuma y sale a la calle para enseñarse al mundo. Los colores negros y morados de la Semana Santa dan paso a los brillantes rojos, verdes, amarillos y fucsias. Este tránsito se escenifica el Domingo de resurrección, nexo entre Don Carnal y Doña Cuaresma, y la embocadura de este teatro es la Plaza de Toros de Sevilla.

Una sucesión de taxis en el Paseo de Colón va escupiendo parejas que se unen a las que llegan caminando. Cruzando los puentes a paso ligero, los cojines del año pasado metidos en bolsas de papel con asas de cordones de algodón, (no da igual la marca, mejor Bimba y Lola que Zara y mejor Loewe que Bimba y Lola), la sonrisa y la cara de expectación delatan a los que vamos a los toros. Nos sentimos unos afortunados, actores unos pocos, figurantes los más, pero todos felices de participar en uno de los días más bonitos de la ciudad.

La entrada principal de La Maestranza está plagada de puestos de almohadillas de color albero y almagra, de neveras con agua embotellada, mesas con sombreros y abanicos… Se vende cualquier cosa que sirva para combatir el calor de este cinco de abril y hacernos más agradables las tres próximas horas. Los comerciantes ofrecen su mercancía a voz en grito, hay que hacerse oír por encima del murmullo de saludos y piropos: «Me alegro de verte», «¿Qué tal ha ido la Semana Santa?»,»Qué bien os sienta la primavera a las señoras», «A ver si disfrutamos de una buena corrida», «Estarás por aquí en Feria, verdad? ¡Ya quedaremos a echar un buen rato!» Y mientras nos saludamos unos a otros, sin prisa, miramos de reojo a nuestro alrededor, no se nos vaya a pasar algún famoso: el torero con la miss, el presentador con su hija, el político con su nueva novia, el empresario de éxito con su joven mujer, las autoridades de la ciudad, los nobles y las socialités madrileñas. Los caballeros con chaqueta de lana fría en un azul ya más claro y las señoras con vestidos veraniegos, sandalias de tacón o cuñas de esparto, sin medias las que aprovecharon algún día de sol y con panties transparentes las que no tuvieron esa suerte.

Nos vamos ubicando lentamente, en ese ejercicio de malabarismo que es colocar a más personas de las que caben en un sitio, en un proceso de expansión-compresión de los cuerpos que escapa a las leyes de la física. Es cuando se ve de lejos a los novatos, no saben que las almohadillas se colocan de forma que se pueda meter la espalda entre las piernas del que está detrás. Aunque siempre hay alguien que se lo explica, primero con una sonrisa, más tarde a empujones.

Esta vez ha tocado primera de barrera. Es una suerte, porque, aunque te clavan las rodillas en las lumbares por detrás, las tuyas no empujan a nadie, sino a los ladrillos del murete que separa la barrera del callejón. Intento cruzar las piernas, pero es imposible. Girarlas hacia un lado tampoco se puede, porque mi vecina me advierte con una mirada de «no se te ocurra invadir mi microespacio». Una vez asumido que voy a desollármelas contra los ladrillos, cierro ese capítulo y miro alrededor.

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Me giro hacia atrás y empiezo a ver caras conocidas. El bancario que tarda unos segundos más en sentarse en su palco habitual. El socio del despacho de abogados. Ese actor calvo tan guapo y varonil (ahora las calvas son atractivas). El humorista. Algún que otro consejero de la Junta. Eso sí, todos con sus esposas, porque el domingo de Resurrección es cuando hay más mujeres en la plaza. Alguna con prismáticos, no necesariamente dirigido hacia el ruedo, sino haciendo un barrido tipo escáner por los tendidos 1, 3, 2 y 4. El resto no cuenta.

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Delante mia, en el callejón, apoyados los codos en una repisa forrada de escay marrón, el padre del torero que vuelve a La Maestranza a cortarse la coleta. Está acompañado de un novillero jovencito y guapo, que se dirige a él con cariño y muchísimo respeto. Todo el que pasa por delante, el callejón es un ir y venir de gente, les saluda y desea suerte al señor mayor. Cuando sale al ruedo su hijo, se mueve nervioso, las mangas de su chaqueta azul sin dejar de resbalar por el plástico. El torero (no sé quién tiene más canas) acerca el toro a la zona donde está su padre, mirando de reojo a uno y otro. «¡Pa dentro, Juan, llévatelo pa dentro!», gesticula enérgico con las manos, empujándolos hacia el centro de la plaza. «¡Hace mucho viento ahí, papá, molesta mucho!». Encadena una serie de pases y vuelve a mirar, niño con canas y arrugas esperando la aprobación paterna. Están solos, ellos dos y la bestia enorme. Siguen las instrucciones, las palabras de ánimo, a veces padre y otras maestro, siempre exigente, e intuyo que su miedo no es sólo a una cogida o un percance, el fracaso y la decepción son también toros negros que acechan silenciosos.

Y cuando por fin el torero da la vuelta al ruedo, barbilla en alto y sonrisa infinita que acentúa sus arrugas y aclara sus canas, el público en pie, entregado, agradeciendo no sólo la faena sino el capote echado a la Plaza y a Sevilla, el que se transforma en niño es el anciano, que no puede contener el llanto. «Dame un beso, papá», y soy testigo silencioso de un abrazo húmedo y profundo.

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Volvemos a casa caminando entre gente sonriente, que se saluda, se despide o se emplaza en algún bar de los alrededores del Paseo de Colón.

Es primavera en Sevilla.

7 comentarios en “Domingo de Resurrección en La Maestranza

  1. Que deliciosa descripcion costumbrista desde dentro de ese micromundo en un microlugar! Me hubiera gustado tambien una vision torera de la faena, aunque igual tanto contraste romperia la magia del momento.

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