Flamenco de distintos colores

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El jueves pasado se cerró el ciclo de primavera de la fundación Cajasol. Mis amigas flamencas y yo teníamos las entradas desde hacía bastante, porque actuaba Carmen Ledesma, y no nos lo podíamos perder, teniendo en cuanta que hemos sido alumnas suyas en algún curso intensivo de los que imparte en la escuela Latidos, de la calle Fortaleza en Triana. Y nos tiene conquistadas con su sonrisa franca de buena persona y su melena gitana, imposible, que ya quisieran las veinteañeras de los viernes en el bar Chile.

El teatro, pequeño, estaba completamente lleno, porque ver en escena y cerquita a cuatro gitanas del peso de Inés Bacán, María Peña, Dolores de los Santos “Agujetas” y Carmen Ledesma es una oportunidad que no se puede dejar pasar.

Eran las elegidas por Tere Peña para representar la “Pasión” (nombre del espectáculo) de familias gitanas de Lebrija, Utrera, Jerez y Sevilla. Pasión de mujeres, también a las palmas dos gitanas grandes y guapas. Tan solo un hombre, Antonio Moya a la guitarra, pero discreto, atrás, sabiendo que cuando un grupo de mujeres con ese empaque se juntan, no hay fuerza de la naturaleza que pueda meter baza, no hay tsunami que las mueva un ápice de donde ellas decidan que se sitúan. A obedecer tocan.

Así trascurre el espectáculo. Dolores “Agujetas”, subida en unos tacones tan imposibles como la cola de Ledesma, derrocha nervio hasta el punto de que sale despedida la petaca del sonido por detrás suya.

Inés Bacán, lebrijana de la familia de los Peña, grita con mucho sentimiento unas seguirillas y unos fandangos. Pero es Mari Peña la que me enamora con su modulación preciosa y afinada de unos tientos, la alegría de unas cantiñas y unas bulerías que borda la Ledesma (también los pendientes de turquesas de Mari salen volando a compás).

De Carmen nos gusta todo, sus manos que se hacen delicadas al vuelo, como si nadaran en un fluido que las aligera, sus quiebros de cintura (sí, de cintura) y sus insinuaciones de hombros, su sentimiento y su picardía… Pero nos apasionan sus paradas, sus silencios, decidiendo cuándo y cómo se baila. Porque hay que saber pararse para mandar en el baile.

Cuando sale al final Tere Peña, con su bata-kimono y sus zapatillas de andar por casa (eso sí, con collar, que las gitanas siempre están guapas) nos damos cuenta de que no era un espectáculo, que estábamos en un patio de Lebrija en una reunión de amigas, que no hacía falta ensayar para eso y que si la petaca sale volando se canta con las palmas y la guitarra sordas. Que para eso están en su casa.

Al día siguiente, aún con la cadencia de Carmen Ledesma en la cabeza, recibo una llamada: “¿Te apetece venir a la reinauguración de la Torre de Don Fadrique, con Javier Barón?”. ¡Claro que sí! Y arrastro a mi paciente marido (“¿serán muy incómodas las sillas?”… Ups, pongo cara de tal vez, a sabiendas de que los espectáculos al aire libre no se caracterizan por tener sillones club de cuero desgastado).

Sé que juego con ventaja, porque el Convento de Santa Clara es de sus lugares favoritos de Sevilla, y el acceso a través del claustro hacia el jardín donde se encuentra la torre es un camino iniciático que no deja indiferente a nadie.

Llegamos a las 21.45, aún el cielo iluminado débilmente por un sol que ha desaparecido hace rato.

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La torre mandada construir por un hijo de Fernando el Santo se yergue orgullosa sobre un estanque-escenario rodeado de naranjos enormes. Las basas y trozos de capiteles de antiguas columnas están ordenadas junto a los muros, y el suelo de albero aparece limpio y sin resto alguno de hojas. Echo en falta el aire de jardín romántico del siglo XIX que he tenido la fortuna de disfrutar antes de la rehabilitación, cuando las naranjas caídas daban un colorido impresionante al manto de hojas que abrazaba, casi engullendo, a los restos arqueológicos.

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A diferencia del día anterior, en este escenario sólo hay hombres. Y sin embargo hay más color que en el espectáculo de las gitanas, todas vestidas de negro riguroso. ¿Serán los naranjos, el ladrillo viejo de la torre o los distintos chalecos de Javier Barón? No hay fallos de sonido, a pesar de estar al aire libre. Todo está medido, estudiado, ensayado, del tal forma que resulta armonioso y bello. Un equipo de buenos músicos arropan al bailaor: dos cantaores con un color de voz distinto y que se complementan (Antonio Campos y Miguel Ortega). Una guitarra flamenca (Juan Campallo) que se alterna y adorna con un bajo (José Manuel Posada). Percusión y palmas (Israel Katumba y Roberto Jaén) que crean una atmósfera noctámbula, misteriosa junto al bajo, de expectación distante, para cambiar en un segundo y saltar al tablao para arropar el tacón en la madera. Javier es un bailaor maduro, de zapateo magistral y flamenco elegante. Compruebo que los tangos también pueden ser preciosos bailados por un hombre.

Una noche deliciosa.

Y el lunes “Tosca” en el Maestranza. ¡Ay! ¡Qué lujo vivir en Sevilla!

 

 

 

Un comentario en “Flamenco de distintos colores

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