La Castillería, alquimia en las faldas de Vejer

En la carretera que va de Algeciras a Cádiz, al pasar por Vejer de la Frontera, surge un camino a la derecha con un pequeño letrero que reza Santa Lucía. Unas pocas casas entre calles apenas asfaltadas, rodeadas de parcelas en las que se adivina la tierra fértil y húmeda y una iglesia con aspecto entre garaje y chiringuito de playa.

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Un cartel de hierro y fuego nos anuncia que estamos ante La Castillería. Unas escaleras semi escondidas de ladrillo y piedra nos incitan a adentrarnos en el universo mágico de Juan Valdés: una terraza en varios ambientes y a distintas alturas, que se nos va mostrando entre troncos inertes de árboles a los que dan vida una selva de higueras, bambú, cintas, aspidistras y costillas de Adán. Ya no estamos en Vejer, ni en Cádiz, ni siquiera es España… acabamos de entrar en el purgatorio y nos preparamos para el infierno de carbón y brasas que cambiará para siempre nuestra forma de relacionarnos con la carne.

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Juan es gaditano, hijo de ganadero. Por eso, uno de sus objetivos es dar a conocer la labor sacrificada, expuesta y poco remunerada de los criadores de ganado. Localiza a aquéllos que tienen vacas de unas determinadas razas, buenas para carne, en cualquier lugar de España. Los conoce personalmente, sabe cómo alimentan a sus animales, cómo los cuidan y cómo los matan. Porque de la alimentación depende la calidad, pero una muerte con estrés significa músculos agarrotados que difícilmente darán lugar a una carne tierna. Por mucha curación que tengan. Proceso en el que Juan Valdés es pionero en Andalucía. Porque aquí entendemos todos de jamones, de aceite, de carne ibérica… pero la ternera y el cordero son harina de otro costal (u otros lares).

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El proceso de maduración de las carnes tiene su complejidad, que en veintidós años de práctica, Juan ha ido perfeccionando hasta llevarlo a unas cotas difíciles de igualar. Una vez seleccionada la pieza en el matadero (sólo lomos), se mete en una cámara frigorífica y se deja madurar durante un tiempo determinado, que va de los veinte o treinta días en las reses más jóvenes, a los sesenta o setenta en las reses más adultas.

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Realmente lo que ocurre en la cámara es que va desapareciendo el agua (la carne se seca como si fuera un jamón) de forma controlada, las fibras se van rompiendo y ablandando hasta el punto óptimo. Sólo la experiencia que dan muchos años de pruebas, observaciones y errores, hace que mediante un simple análisis organoléptico, Juan identifique la carne que está lista para su consumo.

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Y mientras él se empeña en domesticar ganado y fuego, su familia gobierna esas tierras que fueron de los abuelos; las dos niñas morenas que correteaban entre higueras son ahora dos señoras que distribuyen las mesas, organizan al personal y orientan a los comensales que leemos la carta sin entender: palurda, retinta, rubia, frisona… Con dos o tres preguntas, Juani va cercando la vaca ideal para cada uno, ¡qué bien he elegido!

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En ese espacio surrealista, donde no llega el levante -porque no estamos en Cádiz-, se mezclan suelos de losas hidráulicas y gres, paredes de piedra y encaladas, tejas árabes y chamizos de madera y caña, utensilios de hierro para labores del campo con maceteros de plástico con forma de zapatos y sombreros, cestas de esparto y carteles franceses antiguos… Y milagrosamente, funciona.

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A medida que cae la noche, las mesas se van ocupando de gente diversa. Una pandilla de veintitantos –qué bien se orientan los jóvenes-, algún matrimonio de mediana edad, unos abuelos con su hija -guapa, arreglada, de vuelta al mercado- y los nietos que ponen cara de aburrimiento, sin saber que dentro de unos años levantarán el teléfono una y otra vez, insistentemente, hasta que Ana o María les dé mesa y puedan rememorar esa noche de levante en la que sus abuelos los llevaron al paraíso y ellos no supieron apreciar.

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Porque se te tiene que haber hecho muchas veces una bola en la boca masticando carne para darte cuenta de que lo que ahí ocurre es un milagro: la carne se convierte en mantequilla. Igual que el plomo se convierte en oro. Porque lo que Juan hace es alquimia: Conjunto de especulaciones y experiencias generalmente de carácter esotérico, relativas a las transmutaciones de la materia. O también: Transmutación maravillosa e increíble. Lo dice la RAE.

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