A Olhâo sólo se puede ir en zodiac

Es que hay lugares en los que es tan importante cómo llegas la primera vez, que ya no puedes hacerlo de ninguna otra manera. Porque cualquiera puede coger el coche, enfilar la N125 desde Vilamoura o la A 22 tras cruzar el puente sobre el Guadiana, si vas desde España. Pero cuando la primera vez que llegas a esa pequeña ciudad portuguesa es en una zodiac, con un motor de 4 caballos y un depósito de gasolina que no sabes si será suficiente para llegar al puerto de pescadores o tendrás que llamar a gritos a un water-taxi para que te remolque, sabes que nunca más podrás hacerlo de otra forma.

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Y es que si vas en coche desde España, tienes enormes tentaciones de desviarte de la A22, acercarte a Vila Real de Santo Antonio y recorrer la calle comercial buscando enloquecida las soperas con forma de coles que recuerdas de niña en casa de tus abuelos, para descubrir que ahora son lo más (y que cuestan una pasta).

O parar en Altura, donde una playa kilométrica de arena blanca te atrapa y te impide continuar el viaje.

O en Cacela Velha, a comer en el Restaurante de Fabrica do Costa, para que Alfonso y Ben te cocinen a la plancha una increíble dorada salvaje como sólo saben hacerla los portugueses, mientras observas el ir y venir de familias que se hacen trasladar en las barcas con sombrillas y neveras para sestear en la playa salvaje.

O quedarte a dormir en el hotel Vila Galé Albacora, frente a la Isla de Tavira, para ver anochecer entre juncos y arena, y desdibujarse la silueta de los pocos veleros que se aventuran a fondear en ese trozo del rio Gilao que se niega a ser engullido por el Atlántico.

O parar en Faro a dar una vuelta por su casco histórico y sucumbir con unas tostadas con mantequilla salada Primor, derretida en el pan denso y potente, que te obligan a callejear sin rumbo por las calles adoquinadas fijando la vista en las paredes desconchadas y los portones de madera verdes o azules.

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Por eso a Olhâo voy siempre en zodiac. Prometiéndome que esta vez llevaré un depósito de gasolina de repuesto, le pondré un candado al motor para estar tranquila, iré y volveré dentro de las horas en las que la marea está alta y no compraré nada en el mercado. Pero como el cuerpo es débil y Portugal me mata, subo a Thor a empujones en la auxiliar, aun a riesgo de que con sus zarpas pinche la goma, o lo que es peor, me arranque para siempre un trozo de espinilla, con su estrés de amor-odio por la navegación. Cuando llego al puerto de pescadores y apago el motor, me doy cuenta de que no he cogido las llaves del candado para asegurarlo y evitar que sea muy fácil que me roben la zodiac, así que la vuelvo a dejar atada a la pasarela con un simple cabo, encomendándome a la Virgen del Carmen y a la honestidad de los portugueses.

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No puedo evitar entrar en las construcciones gemelas de ladrillo rojo del mercado de Olhao, con sus torreones en las esquinas, sólo para echar un vistazo, me digo. Paseo entre puestos de frutas irregulares y con diferentes tamaños, con aire de haber sido cogidas hace un rato del árbol, nada de todas igualitas como en El Corte Inglés; entre pescados, algunos conocidos, otros menos; entre puestos con hierbas aromáticas, dulces de higos y almendras, tan típicos del Algarve.

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No puedo comprar nada, no puedo comprar nada… Pero acabo llevándome un surtido de quesitos que me pondrá el colesterol por las nubes, unos tomates rosas gigantes y deformados, pero que intuyo dulces como membrillos, una sapateira que no sé cómo voy a cocer en el barco, unos chorizos que me obligarán a encender la barbacoa -¡sin mi hijo, qué horror!-.

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Como se ha echado la hora encima –Portugal da hambre-, nos sentamos a comer en el restaurante O Horta y damos buena cuenta de unas rodajas de corvina y alguna que otra botella de vino verde, no sin antes comprar una nevera donde meter las viandas en hielo para que no se estropeen con el calor mientras comemos tranquilamente. Que para qué las prisas.

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Antes de irnos, damos un paseo por el centro del pueblo, haciendo fotos a las puertas maravillosas que combinan madera e hierro, a la escultura de la mujer de la plaza que parece estar a punto de irse a la feria de Ayamonte vestida de flamenca y peleándonos por quién lleva la nevera.

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Con el corazón en un puño, ¡que esté la zodiac, por favor!, nos acercamos al muelle pesquero y comprobamos que los portugueses son bastante más civilizados que muchos de nuestros compatriotas. Nos acomodamos –es un decir- tres personas, un perro, un bidón de gasolina, una bolsa de tomates, una nevera de poliestireno llena de quesos portugueses, una sapateira y unos chorizos picantes.

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Acabamos volviendo cinco horas después, justo cuando la marea está en su punto más bajo, dando una vuelta enorme -menos mal que hemos comprado el bidón- para sortear las islas que un rato antes no existían, con su vegetación, sus aves y sus pescadores que marisquean coquinas y berberechos regalados cada día por el océano con una nueva marea, configurando un paisaje distinto. Despacio, porque el mapa de carreteras es otro, se han creado caminos y si no se respetan, se encalla.

 

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