Lo que necesitas saber para disfrutar de la berrea

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Un año más tengo la suerte de ser testigo de uno de los acontecimientos más bellos de la naturaleza: la berrea. Esta vez, acompañada por un amigo que lleva toda su vida dedicado a la gestión de fincas cinegéticas (es uno de los socios de Galca, Gestión Cinegética y Forestal, S.L.). Conocer el campo andaluz de su mano es un lujo del que me gustaría haceros partícipes, así que os cuento algo de lo aprendido estos días.

El protagonista de nuestra historia es el ciervo. Aunque en Sierra Morena hay otros habitantes, como gamos, muflones, incluso corzos, ninguno es tan escandaloso en su época de apareamiento como el ciervo. Los gamos hacen un sonido característico, como un ronquido, pero nada tan impresionante, tan intenso y conmovedor como el berrido de un ciervo.

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Pero vamos a empezar desde el principio. El embarazo de una cierva dura unos 240 días. Las ciervas pueden parir desde los dos años hasta los dieciséis o diecisiete, aunque su plenitud es entre los seis y los catorce, aproximadamente. Lo habitual es que nazcan (entre mayo y julio) unos chotos sanos que se levantan nada más nacer y empiezan a andar tras la madre en pocas horas. Durante sus primeros meses de vida no se separan mucho de la madre.

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Los machos ya tienen su primer cuerno pasado el año: una vara larga, sin puntas (de ahí que se les llame varetos). En la segunda mitad de febrero los cuernos se caen. A esto se le llama desmogar. Primero los más grandes y un poco más tarde los más jóvenes. La recogida de desmogues es una de las muchas tareas que se hacen en el campo, pues además del precio que pueden alcanzar en el mercado, son una muestra real de cómo son los ciervos que habitan esos montes. Que, desarmados y desvalidos, no se dejan ver durante meses.

Pronto empiezan a crecerle unos muñones recubiertos de piel y pelo donde antes tenían los cuernos, que irán agrandándose poco a poco, hasta convertirse en unos nuevos, con alguna punta más que los desmogados, pero con idéntica forma.
En esta época es importante que estén suficientemente alimentados para desarrollar bien las cuernas. Si ha llovido poco durante el invierno y los pastos escasean, habrá que suplementar la alimentación, habilitando comederos en determinados lugares. En el verano la sangre deja de llegar a los cuernos, que se secan, desprendiéndose la piel que los recubre –las correas- y dejándolos tal y como los conocemos.

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A principios de septiembre, cuando los ciervos ya han estrenado su cornamenta, aún más bella que el año anterior, salen las ciervas en celo. La respuesta de los machos no se hace de rogar y se apresuran a reunir a su alrededor al mayor número posible de hembras. Los más grandes eligen su territorio y su manada, que defienden exhibiendo su poderoso berrido- con el cuello hinchado, en un alarde de fuerza- y corneando sin dudar a cualquiera que se atreva a desafiarle, pudiendo llegar incluso a matarse entre ellos. El que huye tendrá que buscar otras hembras y otros lares para reproducirse. El desgaste que sufren durante la época de apareamiento es grande, comen poco y trabajan mucho, de ahí que sea frecuente verlos echados bajo una encina o cojeando por alguna pelea en la que han salido mal parados o con algún cuerno roto. Y a los más jóvenes sólo les queda mantenerse al acecho para, aprovechando rápidos los descuidos, iniciarse en la vida de adultos antes de que los quiten de en medio a berridos.

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Esta es una época de trabajo intenso de guardas y encargados de fincas, puesto que los animales, que están a otra cosa, se dejan ver más fácilmente que el resto del año. Es el momento de contabilizar aproximadamente el número de ejemplares por hectárea, comprobar la proporción de machos y hembras, su constitución sana o desnutrida, el tamaño y calidad de las cuernas, etc. Incluso se llega a individualizar a los ejemplares más espectaculares, pues al ser territoriales, su zona de merodeo es la misma.

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Una vez terminada la labor de inspección, satisfechos al ver la cantidad de ejemplares enormes y fuertes, llega el momento de relajarnos. Ya sin luz, -la puesta de sol ha debido ser preciosa desde esa atalaya, pero nos ha pillado espiando una increíble pelea de machos, y yo sé que veré más puestas de sol hermosas, pero pocos combates tan elegantes-, nos sentamos en unas rocas desde las que se divisa gran parte de la finca. En esa atalaya privilegiada, con una copa de tinto y un plato de queso, en silencio, escuchando cómo el aire se llena de bramidos –todos parecidos, ninguno igual- vemos una luna enorme, redonda y plateada, asomar lentamente tras los montes, inundando poco a poco de su luz blanquecina la sierra, como si no quisiera tampoco ella perderse ese espectáculo maravilloso de la naturaleza.

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Las fotos son de Agustín Vidal-Aragón

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