Un día cualquiera en Culatra

Estoy sentada en la cubierta del Pyteas viendo la última puesta de sol de Culatra. Hace un poco de norte, un pequeño anticipo del viento que predominará el día siguiente, por lo que la temperatura es francamente buena. El sol se intenta ocultar tras los tejados de Faro, convertido en una enorme bola roja mientras el cielo se viste de rosa claro, cambiando a violeta a medida que la parte inferior desaparece engullida por la ciudad a lo lejos.

Apenas unas nubes rompen el degradado perfecto que va del azul celeste al rosa y al morado. Una estela de plata rojiza acuchilla el mar, resistiéndose a desaparecer. Yo leo «El Inocente», de Ian McEwan, con los restos de luz que me llegan. «Te vas a quedar ciega», me dicen desde una zodiac, y me acuerdo de mi padre. Cierro el libro y bajo a preparar la cena, hoy toca en el Pyteas.

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A primera hora de la mañana hemos ido a Olhao. Rellenamos el depósito de la auxiliar, coloco en la proa la nevera de poliespán, me aseguro de llevar unos shorts que no se transparenten cuando se mojen y nos dirigimos al muelle pesquero. En línea recta nos lleva unos 20 minutos, pasando junto a una zona balizada con cañas por los mariscadores portugueses, como detalle para los que no conocemos, como ellos, esas aguas al dedillo. Podemos hacerlo porque la marea está alta y nuestras auxiliares calan muy poco. Pasamos a cincuenta metros de unos hombres que andan en el mar, como si estuviéramos en el lago Tiberiades, pantalones remangados y torso inclinado buscando el milagro de la vida bajo la arena.

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Atamos las tres neumáticas en la pasarela y salimos a la plaza arbolada frente al mercado de Olhao, sorteando los puestos del mercadillo. No me resisto a un vestido «tie dye», una batita diría mi abuela, para encima del bañador. La muchacha que me cobra, doce euros con cincuenta, podría estar en el rastro madrileño, en el piojito de Cádiz o en el jueves sevillano. Tiene esa fisonomía de los gitanos inconfundible, se exprese en portugués o en español. Es simpática y me llevo también una toalla de algodón y felpa a rayas turquesas. Diez euros más, todo un dispendio.

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Atravesamos la primera de las naves de ladrillo rojo, con los puestos de verduras y frutas. Los tomates rosas, irregulares y de carne prieta y dulce, son mi perdición. Me fijo en unos abortos de mango, pero la mujer que atiende el puesto, desabrida, me quita las ganas de llevar más peso. La nave de los pescados me entusiasma. Unas enormes bandejas de acero inoxidable a ambos lados y en el centro, creando un doble pasillo que invita al recorrido circular, están atiborradas de productos frescos: sardinhas, lulas, douradas, robalos, choquinhos, sepiolas, santolas y polvos… Un puesto de caracolas las ofrece con bicho o sin él, se ve que hay más gente como nosotros, que nos gusta el continente pero no el contenido, duro y plasticoso. No faltan los pescados grandes, maravillosos pargos y lubinas que me hacen pensar en lo afortunados que somos en los países mediterráneos… y el tiempo que nos quedará para seguir disfrutando de ellos.

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Salimos de las naves del mercado y cruzamos a la acera de enfrente, subiendo hasta encontrar el pequeño comercio donde una señora mayor vende marisco ya cocido. Le pido un par de sapateiras hembras –las abre para que vea lo llenas que están- y las echo en la nevera. Hoy tengo invitados a cenar en el barco y voy a prepararlas con huevo duro, un poco de cebolleta muy troceada y un chorreón de Fino Quinta. Le pido permiso para hacerle una foto y posa apoyada en la puerta de la trastienda, con un aire más cubano o brasileño que portugués.

Nos reunimos con los maridos que ya vuelven de la tienda náutica (no sé cómo han podido vivir sin la cadena de acero para el rezón de la auxiliar, el juego de poleas y no sé qué más) y nos sentamos a tomar una cerveza en el bar de la esquina del mercado, ya mirando a la plaza, en una de las mesas de plástico y metal donde llega la sombra. Al lado hay una pareja muy joven con un cochecito. El bebé, gordito y sonriente, parece querer llamar nuestra atención mientras los padres están atentos a una cacerola con arroz caldoso que les acaban de llevar. La pinta es estupenda y nos sentimos tentados de pedir una cazuela para nosotros. «La marea está bajando, en un par de horas será bajamar», «nos vamos a quedar pinchados», «habrá que dar toda la vuelta por el canal de Olhao o por Armona», «vamos a tardar una hora en llegar a los barcos»… pero son los jugos gástricos los que deciden por nosotros. No nos arrepentimos, aunque volvemos arrastrando la zodiac con el motor levantado durante más de cien metros, porque han surgido islas verdes donde antes había mar.

Como ya no es hora de siesta nos acercamos a la playa del final de Culatra, frente a Armona, a darnos un baño. La corriente ha creado una piscina natural de agua limpísima y nos resarcimos del calor y el arroz de Olhao. Ya no es la playa salvaje de hace años, ahora llegan barcas que traen pasajeros desde Olhao o Faro (35 euros cinco horas por persona), pero aun así es una delicia. A la tercera barca que suelta gente nos subimos a las auxiliares y volvemos al barco.

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Mañana partimos para Ayamonte. Intentaremos llegar antes de que salte el viento de la tarde, que tanto dificulta el atraque en esos pantalanes apretados. Subiremos el Guadiana, pegándonos a Vila Real de Santo Antonio que es donde más calado hay. Vislumbraremos el puente, con su doble juego de tensores y volveremos a soñar con remontar el rio hasta Alcoutim, en un barco que no tenga el palo tan alto como el Pyteas. El sol se enconderá en el patio de armas del castillo de Castro Marim y yo lo veré desde el embarcadero justo antes de sentarnos en El Choco.

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Veo que se aproximan las dos zodiacs con mis invitados a cenar y bajo a terminar de poner la mesa.

Fotos: Cuarto de Maravillas

2 comentarios en “Un día cualquiera en Culatra

  1. Me encanta!!! Este año hemos cambiado de destino y no hemos ido!! Espero volver algún día. Me has enseñado otra manera de disfrutar Culatra porque nunca he ido al mercado!!!!
    Enhorabuena por seguir transmitiendo tanto!!!

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